Cuarto día consecutivo y sigo sin abrir esa
carta. Que raro, si en esta época Internet nos superó a todos y ya no nos
tomamos el trabajo de agarrar un papel y escribir. Me mantengo al margen. Raro,
muy raro que tu nombre aparezca como remitente. No quiero saber con que me
puedo encontrar en el interior. No quiero saberlo. Me da miedo hacerme mal, me
rehúso a ilusionarme.
Somos genios matemáticos, físicos del tiempo,
analistas y estadísticos. Todo eso y mucho más en tan pocas horas. Tratando de
descifrar los vaivenes de la vida. El porqué, el que se yo. Me resulta insólito
tener que andar con esta pantomima de las adivinanzas. Saber que hubiese pasado
si el cartero confundía la dirección y esto nunca llegaba. Maldito laburante y
certero. Que el timbre no andaba, la numeración era incorrecta, no era para mi,
sino para un vecino cercano, encantador y buen mozo. El código postal erróneo.
No le di propina, se enojó y por eso no me dio el sobre. Había paro de empleados,
era feriado nacional. Un perro le mordió los pantalones. Llovió.
Nada de esas cosas ocurrieron, y lo que no
tenía que llegar (o al menos no quería), llegó. El código postal era el
correcto, la dirección sin errores. Tenía mi nombre, bien detallado, sin faltas
de ortografía ni tildes no correspondientes. Maldito cartero.
Quinto día y mi cabeza piensa mas que Einstein
en una jornada filosófica de nueve a dieciocho, vaya a saber dónde. Que locura
tengo, ya hablo estupideces. La carta sigue allí.
Sexto día. Ni siquiera se traspapeló, o se
arrepintió al mandarla. El cajero no tenía cambio (vuelva más tarde). Maldito
cartero.
Séptimo y último día. La espera terminó. Llegó
la hora de destrozar mi corazón por completo. Para sanarlo habrá tiempo.
Destapé una birra italiana y abrí el sobre. Cuando
vi su letra se me cruzaron un trillón de momentos, imágenes imprecisas de lo
que había vivido con ella. En ninguna situación la odié, y cada tanto la hecho
de menos. Su letra era clara, como siempre. Saber que sus manos tocaron el
papel y el interés por volver a escribirme, confieso, me dieron cosquilleos en
el estómago. Maldito sensible.
Llegó el momento más esperado. Siempre fui un
miedoso a la hora de estas situaciones que prefiero sacármelas de encima.
Desdoblé el papel y me congelé. “Te amo, tonto”, decía. Nada más que eso. Raro,
extraño, inentendible. Años sin vernos y recibo terrible pavada. Que no dice
nada, que dice mucho, que me hace mal, que nos imagino a los besos revolcados.
Que iluso.
Algo no me cerraba de todo eso. La espera me
jugó una mala pasada. El miedo al recibir la carta, los nervios y la bronca, me
llevaron a archivar el sobre por una semana. Jamás me percaté que la fecha de
envió era del 3 de Febrero de dos mil nueve. Aún más dolido, casi con lágrimas
en los ojos y con mucho apuro, me dirigí hacia la central de correo. Pedí una
explicación. La encargada me ofreció unas disculpas que jamás llegué a aceptar.
¿Error de cálculo? La carta nunca había salido desde su origen. La explicación
consistía en que el sobre nunca enviado, fue encontrado entre otras cosas
perdidas, y se cumplió con el pedido. Tarde, muy tarde. Tardísimo. Me retiré
con un simple “OK”.
Octavo día: el chiste se basó en una simple
cursilería de ella, que muy bien me hubiese hecho en aquel día de los
enamorados. La sorpresa hubiese sido inmensa. La idea era muy buena. Lástima
que nunca llegó.
Después de tanta amargura, sonreí tratando de
no buscarle más sentidos a la cosa. Igual, esa carta, me devolvió momentos que
jamás volví a vivir. Pero también duele.
Maldito correo, maldito sistema. Que no hay
empresas serias, que a nadie le importa nada, que juegan siempre con la gente.
O simple error de cálculo. Yo le asigné la culpa a uno sólo, el que menos tiene
que ver en todo esto. Maldito cartero.